Aquí un nuevo relato de la plataforma Reivindicando Blogger (a la que invito a que os paséis). Esta vez se trata del proyecto Viajes Literarios. Y sí, es cierto que en ningún momento específico el género del protagonista. Pero porque mi objetivo es precisamente que cualquiera, sea hombre o mujer, se pueda sentir en su piel.
Desde Anthea: Punto de inflexión, por Emily B. Rose
Aún quedaban horas para que el sol se
asomase tras el horizonte cuando salí del garaje con mi coche, le di
al botón que cerraba la puerta, tiraba el mando por la ventanilla y
huía de casa. Nunca me había dado cuenta de la cantidad de ruido
que se podía hacer con ello. Supongo que siempre pasaba eso; cuanto
más silencioso pretendías ser, más alboroto parecías provocar.
Por suerte, no había salido nadie a detenerme.
Las calles de Anthea estaban
prácticamente desiertas. Yo y mi coche, pensé, solos por la ciudad.
Claro, poca gente salía a esas horas a no ser que tuviesen que ir a
trabajar temprano o a coger un avión como yo.
La escalofriante bocina de una vieja
locomotora adentrándose en Anthea cortó el silencio sepulcral de
las calles al tiempo que yo salía del límite de la localidad. Los
árboles que crecían a ambos lados de la carretera parecían
inclinarse con intención de cortarme el paso. Pero ni ellos podrían
detenerme.
El aeropuerto estaba lejos, de modo que
pisé el acelerador, sobrepasándome de la velocidad permitida. Iba a
ser un problema si me encontraba con la policía o alguno de sus
inoportunos radares. Pero ya no era importante. Iba a irme de allí y
no volvería nunca más; o al menos esperaba no hacerlo.
Llegué al aparcamiento del aeropuerto
cuando el sol comenzaba a saludar al mundo con sus primeros rayos de
luz. Rápidamente saqué del maletero la única maleta que me había
dado tiempo a preparar. La llave eléctrica del mando de mi coche
también acabó olvidada en el suelo como si se hubiese caído en un
descuido; por supuesto, no había sido así.
El sonido de las ruedas sobre el asfalto
me acompañó hasta el elegante edificio. Compré allí mismo un
billete del primer avión que salía. Londres. Perfecto. Me defendía
bien con el inglés británico.
El protocolo a seguir fue más largo que
nunca. Supongo que siempre era así; cuanta más prisa tenía uno,
más lento iba todo. Pero por fin subí a la enorme nave alada y me
senté en mi asiento correspondiente. La ventana a un lado y un
hombre vestido de traje y corbata con el cabello perfectamente
repeinado al otro.
Mi respiración no se apaciguó hasta que
las ruedas no se separaron de la pista. Bajo mí, el paisaje se fue
haciendo más y más pequeño. Mi coche, aparcado frente al
aeropuerto, parecía un punto insignificante en lugar del instrumento
que había permitido mi libertad.
—¿Y qué le lleva a Londres?
Me giré para ver cómo mi compañero de
viaje me miraba con una amable sonrisa en el rostro. Genial, quería
establecer una agradable conversación de avión entre desconocidos.
Y yo no estaba muy bien para el tema.
—¿Acaso tengo que tener alguna razón
para ir?
No fue la mejor respuesta, desde luego.
Lo dejó totalmente confuso.
—Bueno, suponiendo los precios de los
vuelos y el irse tan lejos, debe haber alguna razón. A no ser que
sea usted un alma aventurera.
—Lo soy —contesté, volviéndome
hacia la ventana.
—Eso parece divertido —comentó él,
afirmando con la cabeza—. Yo soy alguien más serio que viaja
simplemente por negocios.
—No es ninguna sorpresa dada su
vestimenta.
Él rió.
—Sí, bueno, se ha de estar presentable
en todo momento. Uno nunca sabe lo que se puede encontrar.
—Muy cierto.
Yo quería finalizar allí la
impertinente conversación. Pero él no.
—¿Y no le apena irse tan lejos, sin
más? ¿No tiene hogar allá de donde se aleja?
—Precisamente es eso lo que me lleva a
irme.
—Entonces sí tenía alguna razón. —Lo
miré, inquisidora—. Cualquiera es válida, sea socialmente
aceptada o no.
—En ese caso, la mía está
terriblemente rechazada por la sociedad.
Aunque no lo admitió, tal comentario lo
incomodó un tanto, porque lo vi estremecerse en su asiento. Por unos
cortos minutos se calló. Se levantó incluso para ir al baño,
informándome de ello como un cercano amigo. Suspiré de alivio
cuando se fue.
—¿Entonces se va a vivir a Londres?
Qué poco había tardado en regresar.
—Algo así.
—Está bien. Londres es un lugar muy
bonito, créame. He tenido el privilegio de ir allí en contadas
ocasiones. Tiene una belleza histórica y arquitectónica. Le
recomiendo que se pasee por los museos, son toda una fuente de
cultura.
—Ya.
—Y, por supuesto, el famoso Big Ben y
la...
—Por favor, ya sé cuáles son los
lugares turísticos habituales.
—¿Y qué me dice de Whitechapel? Donde
sucedieron los asesinatos de Jack The Ripper, ya sabe.
—Sí, supongo que ése será uno de los
primeros lugares que visitaré.
—Antes era un mal barrio, ¿sabe? Ahora
ya no tanto, pero aún así...
—Y bueno, ¿qué me dice de usted? ¿Qué
le lleva a subirse a un avión hacia el Reino Unido?
No había manera de hacer que dejase de
entrometerse en mi vida, de modo que decidí insistir en la suya
propia. Él debió de interpretarlo como un acto de alegre
socialización, pues su rostro se iluminó por completo.
—Llevo un caso. Soy abogado, ¿sabe? Me
han contratado en Londres para defender a la casi víctima de un
asesinato.
—¿Desde tan lejos? Debe tener mucho
prestigio. —Sentarse al lado de un abogado me incomodaba.
—No demasiado, simples contactos. Tengo
allí familia, y han hablado muy bien de mí.
—Ya veo.
—¿A qué se dedica usted?
—A la literatura.
—Ah, ¿entonces escribe?
—Algo así.
Más conversación insustancial, típica
entre desconocidos que quisiesen formar una sólida amistad en el
corto trayecto de un viaje. Sólo cuando empezó a hablar de su
trabajo tuve que fingir que no tenía real interés en lo que decía,
aunque aguzaba el oído a cada palabra.
—¿Sabe? Usted me recuerda a alguien
implicado en mi caso —comentó de repente.
—¿De verdad? ¿A quién exactamente?
—Al asesino.
Los altavoces dieron el aviso de
abrocharnos los cinturones de seguridad, por lo que tuve que
contestarle sólo después de haber obedecido.
—¿Y eso? —pregunté, incapaz de
contener la sorpresa.
—Actúas de modo similar. Digamos que
tienen personalidades parecidas.
—¿Pero no había dicho usted que
defendía a la casi víctima? Si no mató a nadie no es un asesino,
¿no?
—Oh, pero sí mató a alguien. A la
hermana. La casi víctima huyó antes de que pudiese clavarle el
cuchillo a ella, de modo que puede actuar como testigo también.
—Ya veo.
El paisaje de grandes llanuras
cuadrangulares de distintos colores fue acercándose cada vez más.
El descenso fue aún más largo que la espera de subir al avión. El
corazón empezó a latirme con fuerza a medida que el clic de los
cinturones de los pasajeros iba decreciendo.
—Usted... —dije—. Usted no es sólo
abogado, ¿verdad?
Había visto una pulsera azul bajo el
puño de su americana.
—Bueno —sonrió él—, eso es un
poco cierto. A veces soy también policía.
—Dos trabajos —objeté, realizando un
arco en el aire con un movimiento de cabeza—. Vaya jubilación le
espera.
—Desde luego.
Tres, dos, uno. Las ruedas tocaron el
suelo con violencia, y el avión se arrastró por el asfalto como
abrazándolo tras haberlo echado de menos, allá arriba en el cielo.
Yo mantuve mis ojos puestos en el cartel luminoso del dibujo del
cinturón. Enseguida que éste dejó de brillar, me lo desabroché.
—Ha sido un placer compartir con usted
el viaje —mentí—. Ha resultado muy entretenido.
—Tengo el coche aparcado fuera, si
quiere...
—No, no hace falta que me lleve a
ningún sitio —respondí rápidamente—. Tengo que ir aquí al
lado, y no quiero molestarle más.
Él sonrió.
—De acuerdo pues.
Salimos y esperamos juntos a reconocer
nuestras maletas en la cinta. Ni entonces se separó de mí. Di
gracias al cielo de que mi maleta llegó primera, y en cuanto la cogí
le solté al hombre que tenía prisa para irme. Me giré y eché a
andar antes de que él pudiese contestar. Y cuando me volví más
tarde, lo encontré siguiéndome con una seria expresión. Doblé la
esquina y me permití correr hasta volver a doblarla más adelante y
regresar a mi punto de partida por el otro lado. De nuevo, tuve
suerte, y el policía ya no estaba allí cuando llegué. Me apresuré
hacia la salida, y no me detuve más que para observar cómo un taxi
se acercaba por allí. Lo llamé de inmediato, me metí en el
interior y esperé a que guardase mi maleta en el maletero y lo
cerrase, para luego indicarle el primer lugar que me vino a la
cabeza: Whitechapel.
El policía salió del edificio, miró
hacia todos los lados y dejó caer los brazos, resentido. Yo sonreí
en el asiento. Entonces recordé mi móvil en el bolsillo de la
gabardina. Lo saqué y observé cómo seguía apagado, desde esa
misma noche. Me preocupé por sacarle la tapa trasera, la batería y
tirar la tarjeta por la ventanilla cuando el taxista no miraba, no
sin antes haberla partido por la mitad.
El barrio resultó estar terriblemente
lejos y me costó muy, muy caro. Pagué con mi tarjeta de débito,
que luego quise tirar en la primera papelera que encontrase. Debía
deshacerme de todo lo que pudiese delatar mi posición, de modo que
tampoco iba a quedarme en aquel barrio; cualquiera podría mirar las
acciones de mi tarjeta e ir directo allí.
Y cuando cometías un asesinato, debías
tener mucho cuidado.
Observando mi alrededor y con maleta en
mano, decidí caminar hacia donde me llevaba el instinto, siendo
consciente de que estaba empezando una nueva vida. Tendría que ir
pensando un nuevo nombre.
Hacia Londres: Empezar de cero, por Aruma.
Ana C.