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lunes, 13 de julio de 2015

Reivindicando Blogger: Una imagen, mil palabras

Bien, como participante de Reivindicando Blogger, y de este proyecto en particular, Una imagen, mil palabras, aquí presento mi relato en cuestión. Señalo que me he tomado (elección totalmente libre) tomarme al pie de la letra el nombre del proyecto. Este relato consta, pues, de una imagen y (aproximadamente, por desgracia) mil palabras. Y una canción que también pedía el proyecto.
Sin más dilación, aquí mi relato. Espero que lo disfrutéis tanto como yo he disfrutado escribiéndolo:


Cronómetro






Todo está en silencio, no se oye nada. Bueno, tal vez los pájaros cantan y las hojas de los árboles se susurran al son del viento. Pero no hay nada más. Nada.  Sólo yo  y el ramo de flores que sujetan mis manos con fuerza. De pie, impasible,  callado, cabizbajo. No hace falta hablar, sólo pensar; y recordar.
Recordar aquellos días en los que solamente nos teníamos a nosotros mismos, despierta una calidez en mí casi olvidada. Por entonces éramos felices, inocentes, libres y no teníamos temor ni preocupación alguna. Nuestros días consistían en planificar nuestra próxima aventura que terminaba convirtiéndose en gamberrada.
Estábamos él, ella y yo. Siempre fue así. Él, con su ya destacable coronilla y sus habituales trajes con corbata que le hacían parecer alguien interesante y con un buen trabajo estable, y ella, con su precioso cabello rubio, siempre recogido para dejar a plena vista sus profundos ojos verdes. Yo… Yo solía llevar un sombrero de copa.
Y a pesar de nuestra “edad madura”, como algunos decían, no dejábamos escapar un solo segundo. Porque la edad no importaba en absoluto, porque en el mundo se estaba poco tiempo, y más valía verlo todo antes de que el cronómetro se detuviese para siempre; ése era nuestro lema. Y lo fue hasta el final.
Viajábamos tanto como podíamos, aunque no nos abundase el dinero. Trabajábamos en varios sitios durante unos meses si hacía falta, hasta que reuníamos lo necesario para escaparnos a algún lugar bien lejano. Desde Madrid,  hasta Roma, París, Berlín… Nos daba lo mismo siempre y cuando estuviésemos los tres.

Al segundo día de nuestra estancia en la capital francesa, visitamos un museo. Mas, al ver a la gente mirando más los papeles que llevaban en la mano que las propias obras en exposición y alzando la cabeza varias veces hacia los cuadros y las esculturas, como si estuviesen esperando a que se moviesen, entendimos cómo debíamos disfrutar de aquel lugar. Y echamos a correr. Sala tras sala, corredor tras corredor, puerta tras puerta, escaleras arriba, escaleras abajo. Nos embadurnamos de todo el arte que el edificio albergaba, y nos dimos cuenta de lo insignificantes que éramos. Porque todas aquellas bellezas las había trazado alguien, en algún momento, con alguna historia que no podíamos conocer. De su pasado sólo quedaba el recuerdo que plasmó en su obra y lo que la gente contaba, por lo que no eran ellos en sí, sino trazos de chismorreos y suposiciones tal vez ciertas, tal vez no. Por eso no queríamos escuchar nada, no queríamos leer nada, no queríamos detenernos. Queríamos experimentar todas las obras desde el punto de vista de la vida: una fugacidad, un momento efímero que se distorsiona con el tiempo.


Quizá al salir no recordamos nada de lo que vimos. Pero, sin embargo, el sentimiento de que teníamos algo emocionante y cosquilleante abriéndose paso dentro de nosotros tras aquel atracón inmenso de arte nos dio más que suficiente.
Cada tarde, cada noche, entre copas y carreras, entre cuentos y relatos, entre risas y sonrisas, fuimos felices más tiempo de lo que la gente suele ser. Al sentimiento de plenitud y viveza que todos abandonan en su madurez, nosotros le reservamos cama para unos cuantos años más. Hasta que, tiempo después, heredé la fortuna de mi abuelo en Madrid y tuve que despedirme de todo aquello. Y de ellos.
Ahora, todo está en silencio, no se oye nada. Bueno, tal vez los pájaros cantan y las hojas de los árboles se susurran al son del viento. Pero no hay nada más. Nada.  Sólo yo  y el ramo de flores que sujetan mis manos con fuerza. De pie, impasible,  callado, cabizbajo. No hace falta hablar, sólo pensar; y recordar.
Recordar cuando todavía podíamos ser irresponsables. Cuando no teníamos nada más a cuidar que nosotros mismos.
Ahora, ellos siguen sonriendo, mostrando las arrugas que la carrera de la vida les dejó marcadas, en la foto pegada a la fría lápida de mármol. Juntos, como siempre habían estado. Ya sabían, y yo también, que los dos abandonarían la vida cogidos de la mano.
Dejo el ramo sobre el mármol y sonrío. Quizá hubiese tenido que venir antes. Pero no me iba a afligir. Se decepcionarían conmigo si descubriesen que paso los días lamentándome en lugar de vivir y sonreír junto a ellos.
—¡Abuelo!
Me vuelvo y observo cómo esa pequeña niña a la que tanto quiero, de altas coletas pelirrojas y de pecas manchada la cara, se acerca corriendo con su ondeante vestidito azul. Coge mi mano, ya arrugada, ya cansada, y me sonríe mostrando los huecos que sus dientes de leche le han dejado temporalmente. Mira la lápida, mira los nombres y las fotos y se vuelve de nuevo hacia mí.
—¿Quiénes eran?
Yo sonrío y la conduzco fuera de aquel jardín de grandes flores llamadas pasados.
—¿Nunca te he hablado de ellos, Margot? —Ella niega con la cabeza y sus coletas anaranjadas le golpean el rostro—. Pues deja que te explique nuestra historia. Pero creo, pequeña, que me va a llevar bastante, porque esta historia es tan larga como la vida.
—Tengo mucho tiempo —dice ella.
—Nunca se tiene tiempo, Margot —digo mientras observo los pájaros que vuelan veloces de árbol en árbol sobre nuestras cabezas—. Por eso no hay que entretenerse en nada y absorber el momento como si no lo fueses a repetir nunca más. Como si un cronómetro estuviese a punto de detenerse para siempre.



Ana C.

Reivindicante

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