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lunes, 2 de noviembre de 2015

Reivindicando Blogger (Viajes Literarios): Un nuevo nombre

Aquí un nuevo relato de la plataforma Reivindicando Blogger (a la que invito a que os paséis). Esta vez se trata del proyecto Viajes Literarios. Y sí, es cierto que en ningún momento específico el género del protagonista. Pero porque mi objetivo es precisamente que cualquiera, sea hombre o mujer, se pueda sentir en su piel.

Desde Anthea: Punto de inflexión, por Emily B. Rose


Aún quedaban horas para que el sol se asomase tras el horizonte cuando salí del garaje con mi coche, le di al botón que cerraba la puerta, tiraba el mando por la ventanilla y huía de casa. Nunca me había dado cuenta de la cantidad de ruido que se podía hacer con ello. Supongo que siempre pasaba eso; cuanto más silencioso pretendías ser, más alboroto parecías provocar. Por suerte, no había salido nadie a detenerme.
Las calles de Anthea estaban prácticamente desiertas. Yo y mi coche, pensé, solos por la ciudad. Claro, poca gente salía a esas horas a no ser que tuviesen que ir a trabajar temprano o a coger un avión como yo.
La escalofriante bocina de una vieja locomotora adentrándose en Anthea cortó el silencio sepulcral de las calles al tiempo que yo salía del límite de la localidad. Los árboles que crecían a ambos lados de la carretera parecían inclinarse con intención de cortarme el paso. Pero ni ellos podrían detenerme.
El aeropuerto estaba lejos, de modo que pisé el acelerador, sobrepasándome de la velocidad permitida. Iba a ser un problema si me encontraba con la policía o alguno de sus inoportunos radares. Pero ya no era importante. Iba a irme de allí y no volvería nunca más; o al menos esperaba no hacerlo.
Llegué al aparcamiento del aeropuerto cuando el sol comenzaba a saludar al mundo con sus primeros rayos de luz. Rápidamente saqué del maletero la única maleta que me había dado tiempo a preparar. La llave eléctrica del mando de mi coche también acabó olvidada en el suelo como si se hubiese caído en un descuido; por supuesto, no había sido así.
El sonido de las ruedas sobre el asfalto me acompañó hasta el elegante edificio. Compré allí mismo un billete del primer avión que salía. Londres. Perfecto. Me defendía bien con el inglés británico.
El protocolo a seguir fue más largo que nunca. Supongo que siempre era así; cuanta más prisa tenía uno, más lento iba todo. Pero por fin subí a la enorme nave alada y me senté en mi asiento correspondiente. La ventana a un lado y un hombre vestido de traje y corbata con el cabello perfectamente repeinado al otro.
Mi respiración no se apaciguó hasta que las ruedas no se separaron de la pista. Bajo mí, el paisaje se fue haciendo más y más pequeño. Mi coche, aparcado frente al aeropuerto, parecía un punto insignificante en lugar del instrumento que había permitido mi libertad.
¿Y qué le lleva a Londres?
Me giré para ver cómo mi compañero de viaje me miraba con una amable sonrisa en el rostro. Genial, quería establecer una agradable conversación de avión entre desconocidos. Y yo no estaba muy bien para el tema.
¿Acaso tengo que tener alguna razón para ir?
No fue la mejor respuesta, desde luego. Lo dejó totalmente confuso.
Bueno, suponiendo los precios de los vuelos y el irse tan lejos, debe haber alguna razón. A no ser que sea usted un alma aventurera.
Lo soy —contesté, volviéndome hacia la ventana.
Eso parece divertido —comentó él, afirmando con la cabeza—. Yo soy alguien más serio que viaja simplemente por negocios.
No es ninguna sorpresa dada su vestimenta.
Él rió.
Sí, bueno, se ha de estar presentable en todo momento. Uno nunca sabe lo que se puede encontrar.
Muy cierto.
Yo quería finalizar allí la impertinente conversación. Pero él no.
¿Y no le apena irse tan lejos, sin más? ¿No tiene hogar allá de donde se aleja?
Precisamente es eso lo que me lleva a irme.
Entonces sí tenía alguna razón. —Lo miré, inquisidora—. Cualquiera es válida, sea socialmente aceptada o no.
En ese caso, la mía está terriblemente rechazada por la sociedad.
Aunque no lo admitió, tal comentario lo incomodó un tanto, porque lo vi estremecerse en su asiento. Por unos cortos minutos se calló. Se levantó incluso para ir al baño, informándome de ello como un cercano amigo. Suspiré de alivio cuando se fue.
¿Entonces se va a vivir a Londres?
Qué poco había tardado en regresar.
Algo así.
Está bien. Londres es un lugar muy bonito, créame. He tenido el privilegio de ir allí en contadas ocasiones. Tiene una belleza histórica y arquitectónica. Le recomiendo que se pasee por los museos, son toda una fuente de cultura.
Ya.
Y, por supuesto, el famoso Big Ben y la...
Por favor, ya sé cuáles son los lugares turísticos habituales.
¿Y qué me dice de Whitechapel? Donde sucedieron los asesinatos de Jack The Ripper, ya sabe.
Sí, supongo que ése será uno de los primeros lugares que visitaré.
Antes era un mal barrio, ¿sabe? Ahora ya no tanto, pero aún así...
Y bueno, ¿qué me dice de usted? ¿Qué le lleva a subirse a un avión hacia el Reino Unido?
No había manera de hacer que dejase de entrometerse en mi vida, de modo que decidí insistir en la suya propia. Él debió de interpretarlo como un acto de alegre socialización, pues su rostro se iluminó por completo.
Llevo un caso. Soy abogado, ¿sabe? Me han contratado en Londres para defender a la casi víctima de un asesinato.
¿Desde tan lejos? Debe tener mucho prestigio. —Sentarse al lado de un abogado me incomodaba.
No demasiado, simples contactos. Tengo allí familia, y han hablado muy bien de mí.
Ya veo.
¿A qué se dedica usted?
A la literatura.
Ah, ¿entonces escribe?
Algo así.
Más conversación insustancial, típica entre desconocidos que quisiesen formar una sólida amistad en el corto trayecto de un viaje. Sólo cuando empezó a hablar de su trabajo tuve que fingir que no tenía real interés en lo que decía, aunque aguzaba el oído a cada palabra.
¿Sabe? Usted me recuerda a alguien implicado en mi caso —comentó de repente.
¿De verdad? ¿A quién exactamente?
Al asesino.
Los altavoces dieron el aviso de abrocharnos los cinturones de seguridad, por lo que tuve que contestarle sólo después de haber obedecido.
¿Y eso? —pregunté, incapaz de contener la sorpresa.
Actúas de modo similar. Digamos que tienen personalidades parecidas.
¿Pero no había dicho usted que defendía a la casi víctima? Si no mató a nadie no es un asesino, ¿no?
Oh, pero sí mató a alguien. A la hermana. La casi víctima huyó antes de que pudiese clavarle el cuchillo a ella, de modo que puede actuar como testigo también.
Ya veo.
El paisaje de grandes llanuras cuadrangulares de distintos colores fue acercándose cada vez más. El descenso fue aún más largo que la espera de subir al avión. El corazón empezó a latirme con fuerza a medida que el clic de los cinturones de los pasajeros iba decreciendo.
Usted... —dije—. Usted no es sólo abogado, ¿verdad?
Había visto una pulsera azul bajo el puño de su americana.
Bueno —sonrió él—, eso es un poco cierto. A veces soy también policía.
Dos trabajos —objeté, realizando un arco en el aire con un movimiento de cabeza—. Vaya jubilación le espera.
Desde luego.
Tres, dos, uno. Las ruedas tocaron el suelo con violencia, y el avión se arrastró por el asfalto como abrazándolo tras haberlo echado de menos, allá arriba en el cielo. Yo mantuve mis ojos puestos en el cartel luminoso del dibujo del cinturón. Enseguida que éste dejó de brillar, me lo desabroché.
Ha sido un placer compartir con usted el viaje —mentí—. Ha resultado muy entretenido.
Tengo el coche aparcado fuera, si quiere...
No, no hace falta que me lleve a ningún sitio —respondí rápidamente—. Tengo que ir aquí al lado, y no quiero molestarle más.
Él sonrió.
De acuerdo pues.
Salimos y esperamos juntos a reconocer nuestras maletas en la cinta. Ni entonces se separó de mí. Di gracias al cielo de que mi maleta llegó primera, y en cuanto la cogí le solté al hombre que tenía prisa para irme. Me giré y eché a andar antes de que él pudiese contestar. Y cuando me volví más tarde, lo encontré siguiéndome con una seria expresión. Doblé la esquina y me permití correr hasta volver a doblarla más adelante y regresar a mi punto de partida por el otro lado. De nuevo, tuve suerte, y el policía ya no estaba allí cuando llegué. Me apresuré hacia la salida, y no me detuve más que para observar cómo un taxi se acercaba por allí. Lo llamé de inmediato, me metí en el interior y esperé a que guardase mi maleta en el maletero y lo cerrase, para luego indicarle el primer lugar que me vino a la cabeza: Whitechapel.
El policía salió del edificio, miró hacia todos los lados y dejó caer los brazos, resentido. Yo sonreí en el asiento. Entonces recordé mi móvil en el bolsillo de la gabardina. Lo saqué y observé cómo seguía apagado, desde esa misma noche. Me preocupé por sacarle la tapa trasera, la batería y tirar la tarjeta por la ventanilla cuando el taxista no miraba, no sin antes haberla partido por la mitad.
El barrio resultó estar terriblemente lejos y me costó muy, muy caro. Pagué con mi tarjeta de débito, que luego quise tirar en la primera papelera que encontrase. Debía deshacerme de todo lo que pudiese delatar mi posición, de modo que tampoco iba a quedarme en aquel barrio; cualquiera podría mirar las acciones de mi tarjeta e ir directo allí.
Y cuando cometías un asesinato, debías tener mucho cuidado.

Observando mi alrededor y con maleta en mano, decidí caminar hacia donde me llevaba el instinto, siendo consciente de que estaba empezando una nueva vida. Tendría que ir pensando un nuevo nombre.

Hacia Londres: Empezar de cero, por Aruma.

Ana C.

domingo, 27 de septiembre de 2015

Espera

¿Cansarme de ti? Llevo toda la vida esperándote.
Tus besos alcanzan esa perfecta armonía con los míos, como un vals al son de violines o una brisa zarandeando las hojas de los árboles en primavera. Delicados, sutiles, suaves... Llenos de ese sabor del cual tan sedienta me encuentro.
Vampira de tus labios, exploradora de tu mirada, añorante de tus brazos. Que no habrá noche sin ti como no hay mañana sin sol, porque para el corazón el tiempo es nada; para el artista, su inspiración no aborrece, y su musa siempre lo será, como el agua baña la arena de la playa.
Mas no habrá arrepentimiento, sólo espera desesperada y unos labios rosados ausentes. Sin pena, sin llanto, con el anhelo de una cercanía inexistente.
Un susurro contra mi boca y una mirada escondida; secretos que no se pronuncian pero se sienten, corazones que laten como siempre.
¿Tendrá la luna razón? ¿Valdrá la pena apetecer ese futuro encantador, mas sin pena, despacio, con locura?
¿Será esto el amor, viento oyente? ¿Este deseo de acariciar y observar en silencio? Sin pesar, sin lamentos, sólo anhelos de momentos, a la espera de ese azul cielo.

Ana C.
En Retablos

lunes, 10 de agosto de 2015

Reivindicando Blogger: Dos Ceros


Este es el Drabble (relato de entre 100 y 499 palabras) del proyecto Dos Ceros de Reivindicando Blogger. En primer lugar se encuentra la cita que elegí para inspirarme en el relato, de Edgar Allan Poe. 
Aquí está.


«La desdicha es muy variada. La desgracia cunde con las más diversas formas en la tierra. Desplegada por el ancho horizonte, como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste, a la vez tan distintos y tan íntimamente unidos». — E. A. Poe (1809 - 1849)


Siempre me había preguntado cómo lo haría el viejo Pepe para que, con sus años, pudiese soportar esas largas jornadas en el campo, bajo aquel sol abrasador. De modo que allí me encontraba, sentada sobre una roca, observando cómo, a unos metros, entre melocotoneros y hortalizas, el anciano iba de un lado a otro con su cesta en mano; unas veces llena, otras, vacía. Aunque aquel día el sol se escondía tras las nubes. Y, a pesar de ellas, él estaba allí.
Tras no poder evitar una sonrisa de admiración hacia tal persona, me levanté sin pronunciar palabra y seguí el camino de tierra y piedras que llevaba hasta el pueblo.
Lo cierto era que el ambiente allí parecía haberse contagiado por el grisáceo cielo. No había niños jugando en el barro, ni ancianas en las entradas de sus casas charlando sobre el último cotilleo o el dolor que les provocaba tal zona. Todo estaba en silencio; sombrío, solo, casi como abandonado. Sin embargo, aún parecía haber habitantes que, desde detrás de los cristales de sus ventanas, caminaban de un lado a otro o simplemente observaban el exterior con absoluta seriedad.
Mi objetivo era una pequeña casa blanca, la puerta de la cual estaba entreabierta. Alguien se la habría dejado así; vaya descuido. Subí las escaleras, una tras otra, hasta llegar al ático. Allí tan sólo había ropa y objetos desparramados por el suelo y una cama sobre la cual estaba sentada una pareja que lloraba desconsoladamente. Me acerqué a ellos; ninguno se dio cuenta de mi presencia. Me coloqué a su lado y los observé con tristeza. Ella sollozaba. Él intentaba tranquilizarla con toda la fuerza que poseía, mientras gruesas lágrimas recorrían también sus mejillas.
Me giré hacia la ventana. En la lejanía, allí donde había llovido, empezaba a entreverse un débil arco iris. En el alféizar, yacía una maceta con una única flor, encorvada hacia delante. Casi parecía querer enterrarse en la tierra, y su refulgente color había sido sustituido por un marchito marrón.
Todos los días la regaba. Pero un día ya no pude hacerlo más.
Si pudiese llorar, lloraría. Si hubiese podido despedirme, lo hubiese hecho. Sin embargo, entonces, al lado de mis padres, sólo podía desear en silencio que todo les fuese bien.
E irme del todo.

lunes, 13 de julio de 2015

Reivindicando Blogger: Una imagen, mil palabras

Bien, como participante de Reivindicando Blogger, y de este proyecto en particular, Una imagen, mil palabras, aquí presento mi relato en cuestión. Señalo que me he tomado (elección totalmente libre) tomarme al pie de la letra el nombre del proyecto. Este relato consta, pues, de una imagen y (aproximadamente, por desgracia) mil palabras. Y una canción que también pedía el proyecto.
Sin más dilación, aquí mi relato. Espero que lo disfrutéis tanto como yo he disfrutado escribiéndolo:


Cronómetro






Todo está en silencio, no se oye nada. Bueno, tal vez los pájaros cantan y las hojas de los árboles se susurran al son del viento. Pero no hay nada más. Nada.  Sólo yo  y el ramo de flores que sujetan mis manos con fuerza. De pie, impasible,  callado, cabizbajo. No hace falta hablar, sólo pensar; y recordar.
Recordar aquellos días en los que solamente nos teníamos a nosotros mismos, despierta una calidez en mí casi olvidada. Por entonces éramos felices, inocentes, libres y no teníamos temor ni preocupación alguna. Nuestros días consistían en planificar nuestra próxima aventura que terminaba convirtiéndose en gamberrada.
Estábamos él, ella y yo. Siempre fue así. Él, con su ya destacable coronilla y sus habituales trajes con corbata que le hacían parecer alguien interesante y con un buen trabajo estable, y ella, con su precioso cabello rubio, siempre recogido para dejar a plena vista sus profundos ojos verdes. Yo… Yo solía llevar un sombrero de copa.
Y a pesar de nuestra “edad madura”, como algunos decían, no dejábamos escapar un solo segundo. Porque la edad no importaba en absoluto, porque en el mundo se estaba poco tiempo, y más valía verlo todo antes de que el cronómetro se detuviese para siempre; ése era nuestro lema. Y lo fue hasta el final.
Viajábamos tanto como podíamos, aunque no nos abundase el dinero. Trabajábamos en varios sitios durante unos meses si hacía falta, hasta que reuníamos lo necesario para escaparnos a algún lugar bien lejano. Desde Madrid,  hasta Roma, París, Berlín… Nos daba lo mismo siempre y cuando estuviésemos los tres.

Al segundo día de nuestra estancia en la capital francesa, visitamos un museo. Mas, al ver a la gente mirando más los papeles que llevaban en la mano que las propias obras en exposición y alzando la cabeza varias veces hacia los cuadros y las esculturas, como si estuviesen esperando a que se moviesen, entendimos cómo debíamos disfrutar de aquel lugar. Y echamos a correr. Sala tras sala, corredor tras corredor, puerta tras puerta, escaleras arriba, escaleras abajo. Nos embadurnamos de todo el arte que el edificio albergaba, y nos dimos cuenta de lo insignificantes que éramos. Porque todas aquellas bellezas las había trazado alguien, en algún momento, con alguna historia que no podíamos conocer. De su pasado sólo quedaba el recuerdo que plasmó en su obra y lo que la gente contaba, por lo que no eran ellos en sí, sino trazos de chismorreos y suposiciones tal vez ciertas, tal vez no. Por eso no queríamos escuchar nada, no queríamos leer nada, no queríamos detenernos. Queríamos experimentar todas las obras desde el punto de vista de la vida: una fugacidad, un momento efímero que se distorsiona con el tiempo.


Quizá al salir no recordamos nada de lo que vimos. Pero, sin embargo, el sentimiento de que teníamos algo emocionante y cosquilleante abriéndose paso dentro de nosotros tras aquel atracón inmenso de arte nos dio más que suficiente.
Cada tarde, cada noche, entre copas y carreras, entre cuentos y relatos, entre risas y sonrisas, fuimos felices más tiempo de lo que la gente suele ser. Al sentimiento de plenitud y viveza que todos abandonan en su madurez, nosotros le reservamos cama para unos cuantos años más. Hasta que, tiempo después, heredé la fortuna de mi abuelo en Madrid y tuve que despedirme de todo aquello. Y de ellos.
Ahora, todo está en silencio, no se oye nada. Bueno, tal vez los pájaros cantan y las hojas de los árboles se susurran al son del viento. Pero no hay nada más. Nada.  Sólo yo  y el ramo de flores que sujetan mis manos con fuerza. De pie, impasible,  callado, cabizbajo. No hace falta hablar, sólo pensar; y recordar.
Recordar cuando todavía podíamos ser irresponsables. Cuando no teníamos nada más a cuidar que nosotros mismos.
Ahora, ellos siguen sonriendo, mostrando las arrugas que la carrera de la vida les dejó marcadas, en la foto pegada a la fría lápida de mármol. Juntos, como siempre habían estado. Ya sabían, y yo también, que los dos abandonarían la vida cogidos de la mano.
Dejo el ramo sobre el mármol y sonrío. Quizá hubiese tenido que venir antes. Pero no me iba a afligir. Se decepcionarían conmigo si descubriesen que paso los días lamentándome en lugar de vivir y sonreír junto a ellos.
—¡Abuelo!
Me vuelvo y observo cómo esa pequeña niña a la que tanto quiero, de altas coletas pelirrojas y de pecas manchada la cara, se acerca corriendo con su ondeante vestidito azul. Coge mi mano, ya arrugada, ya cansada, y me sonríe mostrando los huecos que sus dientes de leche le han dejado temporalmente. Mira la lápida, mira los nombres y las fotos y se vuelve de nuevo hacia mí.
—¿Quiénes eran?
Yo sonrío y la conduzco fuera de aquel jardín de grandes flores llamadas pasados.
—¿Nunca te he hablado de ellos, Margot? —Ella niega con la cabeza y sus coletas anaranjadas le golpean el rostro—. Pues deja que te explique nuestra historia. Pero creo, pequeña, que me va a llevar bastante, porque esta historia es tan larga como la vida.
—Tengo mucho tiempo —dice ella.
—Nunca se tiene tiempo, Margot —digo mientras observo los pájaros que vuelan veloces de árbol en árbol sobre nuestras cabezas—. Por eso no hay que entretenerse en nada y absorber el momento como si no lo fueses a repetir nunca más. Como si un cronómetro estuviese a punto de detenerse para siempre.



Ana C.

domingo, 31 de mayo de 2015

No somos valientes




No, la gran mayoría de nosotros no somos valientes. La gran mayoría de nosotros no va a hacer lo que realmente le gusta por miedo a ser juzgado. La gran mayoría de nosotros no va a decir lo que realmente piensa por temor a ser ridiculizado. La gran mayoría de nosotros no va a luchar por algo por miedo a fracasar, por miedo a hundirse, por miedo a tener que lidiar para el resto de su vida con el dolor de no haber alcanzado su deseo.

Pero, ¿es culpa nuestra? ¿O son los demás quienes nos presionan? Esa es una dura cuestión cuando te la planteas. Tal vez, si lo miras bien, nuestro dolor puede depender del exterior. Ya no solo de la sociedad en la que nos encontramos, si no que con una sola persona nos vale para sentir dolor. Dolor a un rechazo, dolor a un juicio, dolor a un pensamiento que no podemos leer. Y por eso no nos lanzamos. No somos valientes.

Pero, al fin y al cabo, la sociedad no sólo es el exterior. Nosotros también formamos parte de ella. Nosotros también somos un ladrillo de su fachada. Y parece que muy poca gente se da cuenta de ello. Parece que eso de la "sociedad" es completamente ajeno a su yo.

Por ello, si no se quiere ser juzgado, si no se quiere ser intimidado, si no se quiere ser dañado, no lo hagamos. Porque con solo tirar una ficha de dominó, el resto de fichas puestas en fila empiezan a caer sin que se pueda evitar.

Seamos un poco más valientes. Aprendamos a ser nosotros mismos y, al mismo tiempo, dejemos que el resto de personas se exprese. Porque no es algo de una sola persona. Nosotros somos todos. Lancémonos a nuestra aventura y permitamos que los demás puedan dejar fluir su interior sin sufrir un intenso dolor.

Ana C.

domingo, 10 de mayo de 2015

Capricho y casualidad



El capricho de la casualidad. Una hoja abandona el árbol donde creció y el viento  la arrastra hasta un riachuelo, donde la corriente se la lleva lejos. Eso, eso es una casualidad. Porque esa hoja no debería estar donde la lleve. Esa hoja no debería haber ido más allá.

Cómo es la vida. Tan caprichosa, tan inesperada, tan impactante. Nunca sabes lo que te va a tocar, ni lo que va a venir. Tampoco sabes cómo vas a actuar porque, al fin y al cabo, cada día que vivimos nos cambia algo de nuestra propia personalidad. Nos formamos hasta el día que morimos. Es inevitable.

Y tal vez aquella tempestad que un tiempo viviste reine en ti por el resto de tu existencia.

Quién sabe. Es cierto, no se sabe. No podemos tener certeza de que no vamos a caer por equivocación o casualidad en un riachuelo que nos arrastre hasta un lugar mucho más lejano de lo que nuestra mente alcanzaba antes.

Ana C.

Reivindicante

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