Sin más dilación, aquí mi relato. Espero que lo disfrutéis tanto como yo he disfrutado escribiéndolo:
Cronómetro
Todo está en
silencio, no se oye nada. Bueno, tal vez los pájaros cantan y las hojas de los
árboles se susurran al son del viento. Pero no hay nada más. Nada. Sólo yo
y el ramo de flores que sujetan mis manos con fuerza. De pie,
impasible, callado, cabizbajo. No hace
falta hablar, sólo pensar; y recordar.
Recordar
aquellos días en los que solamente nos teníamos a nosotros mismos, despierta
una calidez en mí casi olvidada. Por entonces éramos felices, inocentes, libres
y no teníamos temor ni preocupación alguna. Nuestros días consistían en
planificar nuestra próxima aventura que terminaba convirtiéndose en gamberrada.
Estábamos
él, ella y yo. Siempre fue así. Él, con su ya destacable coronilla y sus
habituales trajes con corbata que le hacían parecer alguien interesante y con
un buen trabajo estable, y ella, con su precioso cabello rubio, siempre
recogido para dejar a plena vista sus profundos ojos verdes. Yo… Yo solía
llevar un sombrero de copa.
Y a pesar de
nuestra “edad madura”, como algunos decían, no dejábamos escapar un solo
segundo. Porque la edad no importaba en absoluto, porque en el mundo se estaba
poco tiempo, y más valía verlo todo antes de que el cronómetro se detuviese
para siempre; ése era nuestro lema. Y lo fue hasta el final.
Viajábamos
tanto como podíamos, aunque no nos abundase el dinero. Trabajábamos en varios
sitios durante unos meses si hacía falta, hasta que reuníamos lo necesario para
escaparnos a algún lugar bien lejano. Desde Madrid, hasta Roma, París, Berlín… Nos daba lo mismo
siempre y cuando estuviésemos los tres.
Al segundo
día de nuestra estancia en la capital francesa, visitamos un museo. Mas, al ver
a la gente mirando más los papeles que llevaban en la mano que las propias
obras en exposición y alzando la cabeza varias veces hacia los cuadros y las
esculturas, como si estuviesen esperando a que se moviesen, entendimos cómo
debíamos disfrutar de aquel lugar. Y echamos a correr. Sala tras sala, corredor
tras corredor, puerta tras puerta, escaleras arriba, escaleras abajo. Nos
embadurnamos de todo el arte que el edificio albergaba, y nos dimos cuenta de
lo insignificantes que éramos. Porque todas aquellas bellezas las había trazado
alguien, en algún momento, con alguna historia que no podíamos conocer. De su
pasado sólo quedaba el recuerdo que plasmó en su obra y lo que la gente contaba,
por lo que no eran ellos en sí, sino trazos de chismorreos y suposiciones tal
vez ciertas, tal vez no. Por eso no queríamos escuchar nada, no queríamos leer
nada, no queríamos detenernos. Queríamos experimentar todas las obras desde el
punto de vista de la vida: una fugacidad, un momento efímero que se distorsiona
con el tiempo.
Quizá al
salir no recordamos nada de lo que vimos. Pero, sin embargo, el sentimiento de
que teníamos algo emocionante y cosquilleante abriéndose paso dentro de
nosotros tras aquel atracón inmenso de arte nos dio más que suficiente.
Cada tarde,
cada noche, entre copas y carreras, entre cuentos y relatos, entre risas y
sonrisas, fuimos felices más tiempo de lo que la gente suele ser. Al
sentimiento de plenitud y viveza que todos abandonan en su madurez, nosotros le
reservamos cama para unos cuantos años más. Hasta que, tiempo después, heredé
la fortuna de mi abuelo en Madrid y tuve que despedirme de todo aquello. Y de
ellos.
Ahora, todo
está en silencio, no se oye nada. Bueno, tal vez los pájaros cantan y las hojas
de los árboles se susurran al son del viento. Pero no hay nada más. Nada. Sólo yo
y el ramo de flores que sujetan mis manos con fuerza. De pie,
impasible, callado, cabizbajo. No hace
falta hablar, sólo pensar; y recordar.
Recordar
cuando todavía podíamos ser irresponsables. Cuando no teníamos nada más a
cuidar que nosotros mismos.
Ahora, ellos
siguen sonriendo, mostrando las arrugas que la carrera de la vida les dejó
marcadas, en la foto pegada a la fría lápida de mármol. Juntos, como siempre
habían estado. Ya sabían, y yo también, que los dos abandonarían la vida
cogidos de la mano.
Dejo el ramo
sobre el mármol y sonrío. Quizá hubiese tenido que venir antes. Pero no me iba
a afligir. Se decepcionarían conmigo si descubriesen que paso los días
lamentándome en lugar de vivir y sonreír junto a ellos.
—¡Abuelo!
Me vuelvo y
observo cómo esa pequeña niña a la que tanto quiero, de altas coletas
pelirrojas y de pecas manchada la cara, se acerca corriendo con su ondeante vestidito
azul. Coge mi mano, ya arrugada, ya cansada, y me sonríe mostrando los huecos
que sus dientes de leche le han dejado temporalmente. Mira la lápida, mira los
nombres y las fotos y se vuelve de nuevo hacia mí.
—¿Quiénes
eran?
Yo sonrío y
la conduzco fuera de aquel jardín de grandes flores llamadas pasados.
—¿Nunca te
he hablado de ellos, Margot? —Ella niega con la cabeza y sus coletas
anaranjadas le golpean el rostro—. Pues deja que te explique nuestra historia.
Pero creo, pequeña, que me va a llevar bastante, porque esta historia es tan
larga como la vida.
—Tengo mucho
tiempo —dice ella.
—Nunca se
tiene tiempo, Margot —digo mientras observo los pájaros que vuelan veloces de
árbol en árbol sobre nuestras cabezas—. Por eso no hay que entretenerse en nada
y absorber el momento como si no lo fueses a repetir nunca más. Como si un
cronómetro estuviese a punto de detenerse para siempre.
Ana C.
Casi lloro T_____________T No se me puede hacer esto, las parejitas así me matan de ternura, me los imagino viejitos y felices y awww. Me encanta la reflexión tras el relato, CARPE DIEM CHAVALES.
ResponderEliminarY ahora ponte con EVDM. Guapa.
UN beso. <3
Jaajajajajjajaja oiiiiins. ¡Lo sé! Era mi objetivo. Realmente este relato fue un poco de escritura automática. Pensaba y escribía al mismo tiempo.
EliminarPrimero tengo que terminar El Fruto Prohibido. Preciosa.
¡MIL besos! <3<3<3
Hermosísimo, realmente. Y esa música es un golpe bajo, eh, casi me emociono XD No me llevo con la escritura automática, así que no me queda más que felicitarte por el buen resultado.
ResponderEliminarSaludos!